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En cuestión

Libertad bajo control

El confinamiento domiciliario fue una experiencia insólita que todo el mundo vivió como algo excepcional. Para las personas en prisión, la libertad ya era una privación. Pero las medidas restrictivas añadidas por la Covid les afectaron desde una perspectiva diferente.

También está siendo inaudito para las personas migrantes. Huir en busca de una vida digna cuando se expande una pandemia a nivel global es un doble desafío, un doble riesgo. Canarias está siendo una de las regiones de España con más llegadas de personas en patera desde distintos países, afrontando una gran crisis migratoria. Su llegada, además, acarrea sobrellevar los estigmas perpetrados por gran parte de la sociedad. El racismo y la discriminación hacia las personas migradas se agrava en un contexto de crisis económica y de prejuicios generados por la desinformación y las fake news.

“Las noticias que llegaban eran tan alarmantes e increíbles… Nunca habíamos vivido algo igual”, comentan las personas internas en la Unidad Terapéutica y Educativa (UTE) del Centro Penitenciario de Asturias.

De repente, en un contexto de encierro, reciben la noticia de un confinamiento general de la población en sus hogares. “Eso fue una putada para todos, porque las personas tienen una vez a la semana para ver a sus familiares. Son 45 minutos que tienes para verles, y que te lo corten de la noche a la mañana cuando es el único apoyo que tienes desde el exterior, pues la verdad que jode mucho, porque te ves solo”, comparte Gibrán. Él vivió todo el inicio de la pandemia desde prisión. “Cuando empezó todo esto, la gente lo tomó a cachondeo. Pensábamos que iba a durar una semana o así, no pensamos que iba a ser tan jodido. Al principio solo habían cortado los Vis a Vis. Pero cuando pusieron el estado de alarma fue cuando ya no nos dejaron comunicar con los familiares ni nada, ni por cristal”, explica.

GIBRÁN- EX-INTERNO EN EL CENTRO PENITENCIARIO DE ASTURIAS

“La gente afuera estaba presa de verdad, porque no podían salir a la calle para nada. Lo que nos preocupaba era saber de nuestras familias. Como está todo cerrado, pensar si no trabajan, no tienen ingresos, si tienen que pagar cosas... pensar si comerán, si tendrán agua caliente, si tendrán problemas... Nosotros, quieras o no, lo teníamos todo en prisión"

Encierro

Las medidas preventivas en prisión fueron estrictas con las comunicaciones externas. “No podías salir ni para juicios. Cortaron todo, todo. No podía entrar ni salir nadie”, cuenta Gibrán. La rutina en el centro penitenciario dio un giro. Las personas internas en la UTE, acostumbradas a un calendario de actividades sólido, como los talleres impartidos por Fundación Adsis para su desarrollo personal, quedaron bloqueados. Se paró toda actividad. “Quitaron los talleres, que era a lo que nos dedicábamos durante la semana, y pusieron lo que llaman programación libre, que cada uno hace un poco lo que quiere. Pues juegas al fútbol, vas al gimnasio, lo que te apetece dentro de lo que cabe. Pero claro, sin tener comunicación con tu familia ni saber lo que iba a pasar”, explica Nacho, que pasó su año de prisión en el momento del confinamiento. “Hay mucha gente dentro que, por desgracia, no tienen a mucha gente que les visite ya de normal, aunque no haya la pandemia. Yo creo que esa gente en ese momento, pues igual estaba un poco más acostumbrada”, añade.

La ansiedad y el temor a la incertidumbre la sintieron igual. Pero de algún modo, estar en una situación ya de encierro, no les provocaba la angustia que sí se percibía desde el exterior. “En sí, la gente afuera estaba presa de verdad porque no podían salir a la calle para nada, pero nosotros en cambio sí. Como hay dos patios, podíamos salir a correr, jugar a fútbol, ir al gimnasio, jugar al parchís, al ajedrez, si querías ir a comer algo al comedor…”, dice Gibrán. “Pensábamos con otra mentalidad. El virus está en la calle. Quién se exponía más eran las personas que estaban fuera. Los familiares eran los que estaban expuestos. Nosotros no teníamos tanto riesgo de coger el virus porque convivimos entre todos. Lo que preocupaba a las personas era saber de sus familias. Como está todo cerrado, pensar si no trabajan, no tienen ingresos, si tienen que pagar cosas… pensar si comerán, si tendrán agua caliente, si tendrán problemas… Nosotros, quieras o no, lo teníamos todo en prisión”.

La incomunicación era lo más difícil de sobrellevar. Solamente podían llamar por teléfono, pero algunas personas sufrieron el no saber sobre familiares hospitalizados. “El padre de un compañero de mi grupo pilló el Covid y estuvo en la UCI. Me pongo en la piel de mi compañero y veía que lo estaba pasando mal. Se aislaba, estaba siempre de mal humor. Obvio. Su padre estaba en la UCI y él estaba dónde estaba. Y luego, no le iban a dejar salir si pasaba algo”, explica Gibrán. La UTE es un módulo que trabaja el acompañamiento y potencia el apoyo grupal. En un contexto de crisis, fue una metodología que sirvió para la autogestión de las emociones entre las personas internas, a falta de poder contar con el apoyo profesional regular. “En la UTE el rollo es apoyarte el uno con el otro, compartir tus malestares y tus cosas con el grupo. Lo que ayuda es que no hay droga en ese módulo. Siempre tienes días malos, y bajones y recaídas, pero la gente siempre te echa un cable. No hubo peleas, nada. El grupo te arropa”, dice Gibrán.

“Tuve suerte, porque nadie de mi familia ni de mi entorno se ha visto contagiado. Así que yo tampoco me puedo quejar. Lo viví como lo viví, pero dentro de lo que cabe, no pasó nada malo. Que eso es lo más importante”, expresa Nacho.

NACHO - EX-INTERNO DEL CENTRO PENITENCIARIO DE ASTURIAS

“Se quedó todo parado. Los procesos en las escuelas se pararon, no había talleres, ni Vis a Vis, ni comunicaciones. En la UTE intentamos hacerlo llevadero entre todos"

Permiso para vivir

Las restricciones han marcado nuestro día a día desde marzo del 2020. Para muchas personas son restricciones de más, que se añaden a una gran lista de prohibiciones y leyes que les limitan para conseguir vivir dignamente. Siempre han sentido como si no tuvieran permiso para vivir como desean, que cada paso que dan es en falso.

Canarias está siendo el escenario de una crisis migratoria. Personas a bordo de pateras y cayucos, la mayoría procedentes de África, han llegado a las islas en busca de un futuro, que se les plantea doblemente incierto debido a la crisis sanitaria y las duras consecuencias económicas. Aunque lo parezca, la crisis no ha llegado por sorpresa. Han sido muchas las organizaciones y especialistas que alertaron sobre la reactivación de la ruta atlántica, en la que han perdido la vida muchas personas. Según datos de la Organización Internacional para las Migraciones (OIM), más de 560 personas han muerto en este camino solo en 2020.

NABIL - JOVEN MIGRANTE

“Me gustaría que las cosas fueran más fáciles, que no hubiera tanto sufrimiento para ser feliz. Me da pena que nos esforcemos y estudiemos y al cumplir los 18 años terminemos viviendo en la calle"

“En mi país no podía tener una buena vida, ni podía tener planes de futuro. Tenía lo justo para vivir al día y siempre pensaba que quizás no podría seguir trabajando de pescador cuando fuera mayor. Por eso empecé a pensar en venir a España, hasta que cogí una patera y después de 4 días de viaje llegué a Gran Canaria”, explica Nabil, de Marruecos. “Fue una suerte llegar, porque por el camino la patera se rompió y teníamos que achicar el agua que se metía dentro todo el tiempo. Nada más alcanzar la costa y bajarnos, la patera se hundió delante de mí. Si hubiéramos tardado un poco más no hubiéramos llegado, ni seguiría con vida”. Nabil llegó a España siendo menor de edad. Llevaba trabajando desde los 13 años para ayudar a su madre. Su padre murió cuando él tenía un año y es hijo único. “Cuando pisé Gran Canaria, me atendieron y me llevaron al calabozo, donde pasé la primera noche. Al día siguiente, como era menor entré en un CAI (Centro de Atención Inmediata). Allí estuve varios meses mientras me adaptaba a todo lo nuevo, hasta que conocí Fundación Adsis”, cuenta.

El proyecto MERAKI, de Fundación Adsis, está impulsado por un equipo de personas voluntarias en Canarias, que ofrecen atención integral a chicas y chicos recién llegados con escasos niveles de alfabetización. Se les facilita el aprendizaje del idioma y la cultura local, se les asesora sobre sus derechos y deberes sociales y se les familiariza con el uso de las TIC. Todo ello con un acompañamiento individual hacia la inclusión. Nabil fue participante del programa. “Fue fácil aprender porque tienen una forma diferente de enseñar. Eso hizo que me gustara mucho estar aquí, por eso nunca he dejado de venir a Meraki durante un año y medio, excepto en el periodo de confinamiento, que lo pasé en el Centro de Menores, pero desde la fundación me mandaban fichas de actividades por correo y yo siempre las hacía y las enviaba por fotos para que me las corrigieran”, explica. “Cada persona necesita siempre que haya alguien que la escuche, porque como seres humanos todas y todos tenemos momentos malos, entonces necesitas a alguien de confianza con quien hablar y yo quiero ser una de esas personas”, explica Zakaría, joven migrante que después de participar en Meraki, ahora es voluntario en apoyo de personas recién llegadas.

ZAKARÍA - JOVEN MIGRANTE

“El problema que tenemos las personas migrantes es que al cumplir los 18 no nos dan permiso de trabajo. Sin papeles, en cualquier momento puede cogerte la policía y mandarte a tu país. Entonces, todo lo que has hecho y por lo que has pasado no serviría de nada. No se puede vivir con ese miedo durante años"

Llegar a un nuevo lugar nunca es fácil. Mucho menos si te señalan y no dispones de las herramientas que faciliten la inclusión. “Me preocupan las actitudes racistas de las personas que nos discriminan solo por ser de fuera. Creo que hacer eso está muy mal, porque un día te puede pasar a ti. En mi país trabaja mucha gente española y nunca se les trata mal, ni se les insulta por ser de aquí, al contrario. Cuando a mí me han dicho algo malo ni contesto, me da vergüenza. Lo que me gustaría decirles es que nos conozcan, porque no se puede hablar de una persona sin conocerla”, sentencia Nabil, que ha vivido situaciones de discriminación junto con otros compañeros migrantes. “Me gustaría que a veces las cosas fueran más fáciles, que no hubiera tanto sufrimiento para ser feliz. Me da pena que hayamos personas aquí esforzándonos y estudiando y que solo por cumplir 18 años terminemos viviendo en la calle. Tampoco me gusta que la policía me pare por la calle, sin haber hecho nada, a veces hasta 2 o 3 veces al día, aunque solo esté caminando o sentado, solo porque me ven más moreno o porque parezco de fuera”, añade.

La pandemia ha añadido más dificultades a las personas migrantes, que enfrentan todavía más barreras para acceder a sus derechos. Asimismo, la crisis pone en cuestión los prejuicios sobre la población migrante. Unos prejuicios que, como sociedad, debemos combatir cambiando la mirada estereotipada.

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